domingo, 29 de diciembre de 2013

Era su cabello moreno...

Era su cabello moreno,
y sus labios respiraban dolores,
y era su manera de moverme bajo ella,
respirando fuerte, suspirando cerca y lejos,
sus ojos verdes movían mi existencia,
su sudor brotaba de las sábanas,
y yo, su siervo y suplicante,
admirador obsoleto por tanta belleza en un mismo ser,
observaba como la vida y el mundo,
de placer me ahogaba,
rozándome en su cama.

No puedo ser más que un humano.

No creo que precise de nada más para mí mismo
que la decisión de confiar en algo que yo mismo escribo
aunque siempre estaré intranquilo
mientras no termine de escribir algo que,
de una manera u otra, quiere salir o que,
de una manera u otra, entró en mí,
y ahora no creo que precise de nada más para mí mismo,
más que de callar la intranquilidad con un grito,
porque siempre que escribo,
es porque no estoy del todo tranquilo.

Mi boca se sella,
mis manos se bloquean,
mis oídos se cierran y mis pies no corren,
y me río de mí mismo,
porque ante todas estas imposibilidades
me doy cuenta de que,
al sellarme la boca, al silenciar mis gritos
al cerrarme los oídos, al mantener mis pies quietos
al ver como, una vez más,
por no estar tranquilo
se esclaviza mi alma sola
y se calla mi espíritu
y no saben escribir del todo mis manos,
me río al darme cuenta,
de que por todo eso,
no puedo ser más humano.

Si no las nubes alteraría
al mis alas chocar sus brazos
y surcar el aire y cortar el viento,
y por no poder hacer todo eso,
y sin embargo racionalizar lo que siento,
porque para eso sirvo y para eso fuí hecho
para ser las palabras mis alas
y para protegerme del viento
para volar con libros,
para soñar con el cielo,
no para volar, si no para escribir que vuelo,
para ser todo eso insuficiente
y a la vez todo lo que puedo,
para alzar mis brazos,
y llorar desde el suelo,
o escribir sobre ello, y eso estoy haciendo
porque soy sólo un humano,
y tan sólo eso puedo.

Un papel blanco con palabras claras.

Su sino confuso estaba,
ante él, sus propias palabras,
blancas sobre un papel blanco
en su cabeza, claras y bien expuestas
aún cuando la niebla había templado su esperanza
su sino confuso estaba.

Abandonaba su espacio y tiempo
entre mes y mes crecía su espalda
el soporte vital, que todas sus ideas soportaba
pero no era capaz de despejar la niebla
que tintaba las letras negras a blancas.

Un papel blanco con palabras claras,
no era legible ni a un portador de gafas,
mientras un papel blanco con palabras claras,
mientras una niebla gris sus potencias tapara,
mientras no volviese ver negro sobre su cabeza
y blanco pintando su espalda,
su sino, confuso estaba.

La niña de ojos marrones azulados.

Portaba pelo largo y castaño
e inocencia de cría
y daño la hacía sin ser consciente
el no ser consciente de lo que hacía


Y por mil libros que se hubiese leído él,
no había palabras para frenar su infantil ignorancia
de él mismo, una medicina incurable
hacía que lo malo atrajera lo bueno,
porque ser bueno era bastante malo
a la hora de escribir esta poesía.

La luz amarilla no es la luz que ilumina.

La luz amarilla no es la luz que ilumina,
pensaba el poeta parado ante miles de puntos de luz divina
ésta es la verdadera,
la que al mirarla, me lleva
la que al intentar llevarla no se queda,
porque siempre que la miraba
temía porque se hiciese de día,
y al intentar absorberla,
era ella la que la absorbía
es ésta, o puede serlo porque dudo,
querida humanidad que tan sin frenos avanzas,
que sea la luz vuestra la que de verdad ilumina.

Parte VIII.

Antes de empezar, it's been a looooooooong time. Con el tiempo que tardo en escribir una parte nueva en el  blog cualquiera diría que escribo historias como las de George R.R. Martin. Por desgracia, ni me asemejo. Mis disculpas, intentaré pasarlo más a menudo. Y... allá va la parte octava.

Movía las cuatro patas de manera ligera, a la velocidad del cambio, digna de la luz. Sentía el aire despejar su cara, remover cada pelo de su cuerpo que le daba calor. Sentía el aire aligerar su existencia. Las ráfagas constantes de aire secaban su hocico húmedo e impulsaban sus orejas puntiagudas hacia atrás, a lo que él abría la boca y extendía una lengua de gran tamaño hacia fuera. Jadeaba con cada salto que daba para no chocarse con alguna rama que se había deshecho del árbol del que provenía. Había miles de árboles a su alrededor, y miles de ramas que saltar. Olisqueando intensamente el suelo antes de pisarlo con sus menudas pero musculadas patas, que se clavaban en el suelo fértil y húmedo, y lo desgarraban al levantarse por pura inercia. Velocidad. Gran velocidad.

También era muy bueno rastreando. Supuso que entre su velocidad y su capacidad para, suponga lo que suponga, encontrar lo que quiere, sería el primero en ver a Z transformado por primera vez. Había sido miembro de muchos grupos de Guardianes, pero era la primera vez que era Guardián de ese grupo. El más novato, a su pensar. No tenían demasiada experiencia de grupo, y tampoco se les daba demasiado bien. De momento. Y Z era el nuevo cambiante e integrante de ese grupo, así que empatizaba con él en cierto modo: aunque Éld tuviese experiencia con otros Guardianes, apenas había dirigido un grupo en el que, casi todos eran novatos, y uno, primerizo. Así que todos tenían curiosidad. Y a Éld le hacía ilusión ser el primero de su nuevo grupo de novatos en satisfacer la curiosidad.

Pensando en la primera transformación, no podía más que recordar su propia primera vez. Ya se había transformado por primera vez con 6 años, y lo recordaba tan nítidamente como podía ver ahora la influencia de la luz que amanecía en la parte más baja del Bosque, desde el suelo hasta la cima de las hierbas más altas que crecían fertilmente. Su madre era cambiante desde la adolescencia, y pronto lo serían él y su hermana menor, ocurriría el mismo día. ´Todos los cambiantes nacen siéndolo, en una parte de su alma, siempre lo son, en una parte de su esencia, está esa pieza que les hace cambiar. Lo que les diferencia, es cuando esa pieza se mueve y encaja por completo, y les hace despertar´ Éld y su hermana lo habían oído mil veces como respuesta al ´¿Cuándo seremos como tú, mami?, ¿Cuando podremos despertar y correr?´ y esperaban ansiosos a que esa pieza encajara en ellos. Tardaron en comprender la complejidad del asunto: por mucho que esa pieza esté ahí, hay gente que se separa de ella a lo largo de su vida, y rara vez se encuentra con ella, pero en la existencia de todos los seres que aún vivían, permanecía como vivencia diaria, como recurso abandonado, como salvación incrédula o como el pilar absoluto al rededor del cuál giraba toda la existencia de uno. Pero mientras viviese, ningún ser vivo sería incapaz de reencontrarse con ella, con la trama de lápiz que cerraba un círculo perfecto e incompleto.
Pero cuando se acordaba de esa noche, también se acordaba de que no había tenido entonces la amplitud mental necesaria para darse cuenta de ello.
Tanto Éld como su hermana tuvieron conciencia de esa pieza que completaba el círculo nada más nacer, pues ya nacieron en la Manada. Sólo tenían que esperar el momento en el que ese círculo no pudiese esperar más a estar completo y la pieza viniera a ellos completando su existencia, empezando una nueva vivencia de su vida. Aunque el conocer desde siempre el nombre, el concepto de esa pieza, tardaron menos en necesitarla...

Vivían en una cabaña, Éld, su hermana pequeña, Luw, su madre Yra y su tío, N.W. La razón de que los nombres de los habitantes del bosque fueran tan simples era porque hacía más fácil el dibujarlos por trazos con las garras en el Bosque: pura racionalidad bien empleada. La familia había acogido a un perro salvaje, un hermano más que recibía tanto cariño como el que más, sobretodo cuando se acomodaban junto a él en noches de frío. Corrían junto a él por las llanuras, intentando alcanzarle, bajando a velocidades que sólo un alma que desea ser completada es capaz de alcanzar por el mero hecho de divertirse junto a un ser que no podía asegurar que también se divertía con ellos... Aunque su mirada, brillante y azulada, enorme y redonda, parecía una afirmación muda bastante eficiente a los ojos de cualquier ser puramente racional. Ringo era el nombre de aquel husky de mirada tan alegre y vívida. Ringo murió. A manos de un cazador que vivía cómodamente en el borde de la ciudad, en la pequeña zona dónde no había ni ciudad ni bosque, dónde habitaban los escombros que aún cazaban para si mismos, de manera directa, no por drones. Quería bonitas pieles para regalar a la hermosa guardia de seguridad que permitía la entrada a intermediarios del borde de la ciudad, así podría acceder a la ciudad más fácilmente. Era una de las cosas que tenía la tecnología: cambios enormes en un periodo de tiempo demasiado corto; y los cambios no siempre para bien.

`¿Qué es lo que uno posee, desatiende, atiende, usa y destruye sin medida?´

´Pero nosotros queremos su compañía, el calor de su piel, su hermosura pegada a él, no en el hombro de una señora, queremos su libertad, sus carreras, la alegría brillante en sus ojos´ dijeron los hermanos sollozando la pérdida del hermano, al que se encontraron despellejado, tumbado en medio de la pradera que iba desapareciendo cuanto más se acercaban a la ciudad. ´Esto, chicos, es el resultado del hombre moderno. Quieren sus pieles por prestigio y dinero, no por lo bonitas que luzcan pegado a él. Añoran su hermosura y pretenden cubrir su fealdad colgándose sus pieles. Es un ser infantil y despreocupado´.
Esa misma noche era Luna Llena, y arrodillados ante la carne viva de su hermano, abandonada en medio de dónde la nada se encontraba poco a poco con el todo, lloraron desconsolados, iluminados por una palidez redonda. Algo explotaba en su interior, un rayo de Luna colaba sus rayos en las cuencas de los dos hermanos. Una fuerza interior superior a ellos les sacudió, y se empezaron a retorcer en el suelo. Una nube de colores pálidos explotaba en su iris, y su madre, junto a su tío observaban su primera transformación apoyados en un árbol solitario en lo alto de una colina. Yra lloraba sonriente, y sus lágrimas se encontraban con los rayos de luz blanca. Al terminar, Yra y N.W. despidieron con dos besos en la frente a dos pequeños pastores alemanes que descansaban junto a un cadáver rojo. Su pelaje era negro y gris, como lo era el de su tercer hermano.

Todo esto, que pasó hace ya diez años recordaba Éld alborotando el desorden tumbado de las hojas del Bosque a su veloz paso. Recordaba el olor del cadáver mientras una lágrima despegaba de sus ojos, recordaba el olor de aquella noche y casi podía olerlo de nue¡ESPERA! Lo había encontrado. Era otro olor el que se mezclaba ahora en su hocico. Olisqueó ahí y allá, buscando casi desesperadamente el cuerpo al que pertenecía ese rastro que tan bruscamente se había chocado con la velocidad del pastor alemán cuando recordaba con los ojos humedecidos su difunto hermano y su precioso pelaje, aún vistiéndole a él. Cuando alzó la cabeza, lo vio por primera vez, tumbado en el suelo, iluminado parcialmente, casi acunado con hojas amarillentas y marrones, cubierto por su propia alma. Y a la vez que lo vio por primera vez, dormido pero al fin despierto, la lágrima, hija de sus tristes recuerdos, despegó al fin de su ojo y fue a caer al suelo. Tan mínimo fue el ruido que provocó la gota al chocar con las hojas secas, que ese cuerpo que observaba Éld lo oyó y reaccionó a él, dormido pero, al fin, despierto.



martes, 15 de octubre de 2013

Tren

De entrada nada es una salida,
nada permanece
ni la rosa que marchita
ni el Sol que nace

Todo llega y, como un tren en la estación
chilla, ciega y huye
todo muere y nada permanece.

lunes, 24 de junio de 2013

Parte VII

El Bosque que contemplaba Rorr era distinto al que había estado observando antes y sobre el que, con paciencia y cierto anhelo, había estado depositando sus reflexiones más filosóficas en cuanto a su vida. Ahora el Bosque le devolvía los pensamientos, en forma (más bien sonido) de cantos salvajes de liberada alegría, y bueno, obviamente, bajo el oscuro manto iluminado desde arriba por la Luna. Y en ese salvaje festejo nocturno, Rorr se puso, inevitablemente, a recordar. Casi podía ver en el punto más lejano del Bosque (el que daba justo al mar, que se mecía con estrépito y rompía susurrando a la arena a unas millas a través de los árboles) proyectada sobre el telón azul oscuro casi negro que era entonces el cielo, como una película, la escena que había ocurrido hace 6 años, y otra muy diferente (aunque quizá no tanto) que había ocurrido ese mismo día, en la cabaña del Bosque ocupada por un cazador, un hombre desagradable y un asesino. El asesino de su madre y gran parte de su familia. El sólo tenía diez años cuando, un soleado domingo, su padre entró semidesnudo, empapado en sudor y cubierto de sangre, apresurándose como un torpe elefante entre los objetos del estrecho pasillo de su casa, cubierto de empapelado amarillo con hojas verdes y árboles finos y altos en él, que conducía desde la entrada de la casa hacia la cocina. En la casa no abundaba el orden; la superposición de objetos de todo tipo, uno encima de otro, sin ningún tipo de orden lógico no facilitaba demasiado el paso de su padre hacia la cocina. El lo observaba todo, apoyado contra la esquina que daba del salón, al lado de la entrada, al pasillo. Su padre llevaba un chimpancé en brazos con múltiples agujeros granates hundidos en la gruesa piel, dura, espesa y negra que cubría su pecho y estómago, que no se hundían e inflaban, que no respiraban. Oculto, tras la esquina, mirando cada rincón de su esquina con miedo, sintió un pinchazo, y después un corte, que le rajaba todo el cuerpo, de arriba a abajo, de izquierda a derecha, provocando escalofríos que se peleaban en su interior. Se estremeció contemplando la extraña imagen, su padre parecía perturbado y dolorido, muy dolorido. Al contrario a como aparece en las películas que a Rorr y a su padre tanto les gustaba ver y analizar juntos -y en una de las cuales, Rorr parecía estar metido- nada ocurría a cámara lenta, sino todo lo contrario. Todo era rápido y apresurado y caótico, y la expresión tanto de su padre y la del chimpancé que éste sujetaba, inspiraba desesperanza. Rorr no oía cosas. Pero no las entendía. No sabía si su padre hablaba su idioma o, por lo contrario, uno extranjero. No sabía nada sobre lo que pasaba. Sólo podía imaginarse, desgraciadamente, los gritos del chimpancé que yacía inerte en el suelo de la cocina, ahora líquido y rojo, y por un momento, entre toda esa confusión y mar de preguntas sordas, se puso en la piel del chimpancé en sus últimos minutos, corriendo salvaje y libre por el Bosque con otros de su especie, y de repente, una figura sombría que se alzaba entre un juego negro y blanco de contraluces y polvo con un arma en la mano, con una sonrisa enorme y digna de los inconscientes sociópatas que disfrutaban de las masacres naturales, que sufrían de especismo y complejo de superioridad al intercambiar la piel de aquellos maravillosos seres por dinero, y guardándose un inexpresivo rostro de chimpancé como premio para colgar en su salón. Sintió el miedo, la muerte por el dinero, la inocencia y simplicidad a la que muchos renunciaban por un afán de tener más a coste de más aún, el cazador feliz, la familia, triste... Una sucesión de sentimientos que brotaban uno tras otro, de odio y venganza, que efervercía por los bordes de todos sus tejidos como las burbujas de un refresco que ascienden heladas y siseantes, apresurándose unas contra otras, recorriendo los bordes escurridizos de un largo vaso de cristal. Se echó a llorar como nunca antes lo había hecho, y aún lo hizo más cuando su padre le contó que su madre había muerto a manos de un cazador, que vivía cerca del Bosque, que buscaba dinero y un premio, sus pieles y su cabeza. Y, con un enorme esfuerzo, Rorr le preguntó más, porque aún sabía demasiado poco, y entendió aún menos. Entonces su padre, con lágrimas en los ojos le habló de la Primera Alianza, del primer cambiante, de la época, ya lejana, en la que animales, hombres y Bosque, eran uno, y le contó con mucha rabia contenida que había pasado de generación en generación, sobre la ruptura del hombre con el animal, cuando los hombres empezaron a creerse superiores y empezaron a actuar como tal, mencionó con dolor los circos romanos y las plazas de toros y las guerras entre hombres en las cuales pagaban más muertes los caballos, le dijo los hombres presumían de una razón que sólo les conducía a constantes conflictos y que los animales, marcharon a una isla, a refugiarse de todo, que unos pocos se quedaban en el Bosque, protegiéndolo y guardándolo, de las muertes de antiguos hermanos aliados, y orgulloso siguió hablando de ellos, la Permanencia y los Guardianes, que guardaban y recogían a nuevos miembros, entre los cuales había desde ilustres personajes hasta el vagabundo más pobre de todas las naciones, entre todos esos recuerdos narrados, que poco a poco, os transfiero a vosotros, Rorr, fue, como solía ocurrir, entendiéndolo todo. Más que nada porque ya pertenecía a ello. No dudó ni un momento. Así que con el tiempo, se bautizó, consagrándose como lo que de verdad era, con 11 años vio su alma, y ahora disfrutaba de ella igual que hacía unas horas de ese mismo día, había vengado a su madre, junto a otros Guardianes, en la cabaña cercana al Bosque.

viernes, 10 de mayo de 2013

Part VI.

Rorr observaba el Bosque y la céntrica montaña que emergía entre la frondosidad verde y salvaje agarrado de pies y manos a unas de las muchas esqueléticas y grises ramas de un fino árbol que sobrepasaba a los demás en altura. El aire acariciaba con suavidad la negra mata de pelo en la que se había convertido un noventa y cinco por ciento de su cuerpo, ahora el de un enorme chimpancé negro como el azabache de piel dura y expresión agradable a pesar de sus facciones más definidas y mejoradas incluso que su apariencia humana. Oteaba el horizonte sonriente, tanto por dentro como por fuera. Se preguntaba por qué sería su alma físicamente la de un chimpancé. Una pregunta común entre cambiantes. Asusta ver el aspecto de tu alma, aunque en el fondo, siempre has sabido tu naturaleza. En el caso de los cambiantes sorprendía verse por primera vez su alma en la forma más pura y real que existe: la de un animal. En el caso de Rorr, siempre el bromista de cualquier grupo, tras reflexionar un poco en lo alto del árbol tenía sentido. Era ágil, era ingenuo, inteligente, pero sin tomárselo muy enserio. Su naturaleza era una mezcla ajustada entre lo bueno del hombre (antes de separarse de su naturaleza) y del animal. Su alma como humano era de las más puras y buenas, por eso su alma tomaba la forma del animal más parecido al hombre. Estaba orgulloso de ello. Hubo un tiempo en el que el hombre no era tan desalmado. Recordaba relatos que le contaba su madre. Relatos magníficos, fantásticos de no ser porque eran reales. Si sólo fueran relatos fantásticos para escribir un libro de fantasía y entretener, no estaría escribiendo cómo Rorr contemplaba su mundo acariciando las ramas de los árboles con sus gruesos dedos. Si de todo lo que hablo no fuera real, no lo escribiría de este modo. Pero eso, chicos, es una historia que ya sabéis.

-Sigue hablando, papá, cuéntanos más sobre ellos.

-Impaciente. Sigo. -dejo la tinta para volver a dirigirme a mis dos infantes, risueños, y la cojo de nuevo para transcribirlo mientras le explico todo a mis niños...

Le sonrió al bosque y a la noche estrellada. Y al aire limpio y los aullidos y gruñidos y despertares de los otros. Pensó en Z. Casi con desagrado le sonrió a la sucia ciudad, que gracias a la Luna, dormía. Quizás por ello la sonreía no obstante con una expresión dura e indiferente a la vez, y, soltando un leve gruñido, aterrizó en el suelo acolchado por hojas rotas y otoñales, dando una voltereta con el hombro inclinado bajo la cabeza, ágil y limpio como el viento. Sonrió, de nuevo, como signo de auto-aprobación. Hay muchas maneras de sonreír. Nada le gustaba más que ser tan ágil y fuerte como lo era en ese momento, así que era una sonrisa de estar completo, como en casa.

También le encantaba avanzar rápido entre ramas y frondosos bosques sólo con un pequeño impulso de sus brazos, que no costaba ni el menos esfuerzo. Y hacer carreras con el resto de la Manada en el Bosque del Campamento. Saltar desde alturas inmensas hasta el suelo y volar entre ramas y troncos de formas irregulares que se complementaban en la luz de la Noche sin hacerse el menor rasguño. Una bendición que descubrió hacía ya 6 años, muy temprano. Venía de una familia en la que predominaban los simios (todos los parientes cercanos excepto sus dos abuelos por parte de padre) y la mayoría eran algún tipo de simio o mono. Su padre, un fuerte y orgulloso (quizás demasiado) orangután grisáceo, severo a veces, Rey del Clan de Simios de la Manada, y su madre, una delicada chimpancé un poco más pequeña que el mismo Rorr, pero de carácter infalible. Siempre había cuidado de él con toda su vida por delante. Por desgracia, eso no es sólo una expresión. A veces el otro bando te arrebata a tu madre para experimentar cómo hacer un champú mejor para el pelo. Y su madre evitó esta posibilidad hasta la tragedia...

domingo, 28 de abril de 2013

El detalle perfecto de la naturaleza.

Yo creo que una hoja de hierba no es menos que el trabajo realizado por las estrellas,
Y que la hormiga es igualmente perfecta, y un grano
De arena, y el huevo del reyezuelo,
Y que la rama arbórea es una obra maestra digna de los escogidos,
Y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo,
Y que la articulación más insignificante de mi mano
avergüenza a todas las máquinas,
Y que la vaca que pace con la cabeza baja supera a todas las estatuas,
Y que un ratoncillo es milagro suficiente para hacer vacilar a sextillones de incrédulos.

-Walt Whitman, "Yo creo que una hoja de hierba..."

Tú, yo y Satán

Al entrar por la puerta
Acabaste con mi vida humana
Con ese bolso, mi perdición oculta
(y la tuya)
Y llorabas en tu cama, cada vez que recordabas
lo mal que habíamos jugado nuestras cartas
En hechos vanos y ahogados en alcohol,
mitad de tu valiosa vida viste derramada
Y yo, tu inútil guardián y mi afán
de arreglar tus cosas rotas
me agrietaba más y más
cada vez que entrabas con tu bolso por la puerta,
Y gritando en silencio pasé los días,
Y tú te ahogabas más que llorabas,
Y yo escribía y tú seguías
Y yo, tú inútil guardián,
te sujetaba el pelo cada domingo de resaca,
Y a veces salía el Sol,
Y a veces en tu bolso lo guardabas,
Con Satán llegué a hacer pactos:
"Su felicidad por la mía"
Y Satán sonrío, y te proporcionó la bebida,
y te arrancó de mi vida,
Y lloré contemplándolo,
Con 3.000 lágrimas rojas en cada muñeca,
Y Satán llamó a la puerta,
Y tú, mi ciega y rota vida,
Me sonreíste dejando la bebida
Hasta de que ésta fuera tú salida...
¿Es mi culpa?, me preguntaste
en silencio y con las palmas quemadas,
Y yo, tu inútil guardián
en afán de arreglar tus cosas rotas,
sonriendo y llorando
en mi frenesí callado y sobrehumano,
arranqué la botella de tus manos,
y con la susurrante ayuda de Satán,
humedecí mis sangrantes labios.

viernes, 26 de abril de 2013

Parte V y 1/4.

[...]

-¡Eh!

Arr agitó la cabeza, con ella el pelo que desordenadamente la cubría, haciendo que sus puntiagudas y grisáceas orejas bailaran de un lado a otro al sacudirse. Dirigió su mirada a T, que esperaba de pie, dudosa aún, esperando una explicación de por qué él, el lobo, tenía una expresión tan vulnerable y triste en el cuerpo.

-Estaba recordando... -Arr apartó la mirada.

No decían palabra. Los animales no hablaban. Se comunican pensando, reservando la voz para mensajes y momentos de manifiesto importantes, distribuyendo mejor su energía. Ese mismo día, a las 5, había aullado muy alto, victorioso y con la venganza entre sus dientes.

-Entiendo. 

Y Tissa de verdad comprendía. Ella también había visto la cabeza de su madre ahí colgada, en la estancia del cazador. Se tumbó a su lado, aplastando las hojas amarillas secas con sus esculpido y precioso cuerpo. Delicadamente, reposó su cabeza en el cuello del lobo gris que observaba el cielo estrellado con sus ojos brillantes y vivos. Los de Tissa, descansaban sobre él. Arr, acariciando con la garganta la cabeza de T, estiró el cuello y levantó la cabeza, señalando con el hocico al cielo, y aulló. Aulló alto y claro, y otros aullidos le siguieron desde sitios desconocidos del Bosque. Tissa sonreía en su interior, acariciando su propia  cabeza contra el cuello resonante del lobo, mientras una lágrima se hacía paso entre su salvaje pelo marrón grisáceo, dejando un pequeño rastro húmedo de tristeza y venganza que desapareció cuando la lágrima cayó al suelo, ahogándose entre las hojas secas del Bosque.

Parte V 3/4

Arr miraba a Tissa desde el suelo, resoplando y con el estómago lleno. Previamente, ese mismo día, había guardado una pierna de un hombre de unos 45 años que cazaba zorros todos los domingos por la tarde. Y, un poco antes, ese mismo día, Arr había entrado en la casa de ese hombre, sigiloso liderado por unos enormes ojos depredadores. El reloj marcaba las cinco de la tarde. El salón de la casa del hombre poseía una iluminación amarillenta. En las paredes colgaban cabezas disecadas de diversos animales. Arr apretaba sus mandíbulas al ver la cabeza de su tío quieta y fría, adornando inerte el salón de ese desconocido que se había ocupado de hacer un trabajo tan personal. Era el hermoso rostro de un zorro de pelo fino y marrón. Una lágrima brotó de los bordes de los ojos de Arr, deslizándose por sus mejillas como un infante se tira por un resbaladizo tobogán de agua. Se secó las lágrimas mientras esperaba sentado en el sofá, esperando al asesino de gran parte de su familia. Oyó unos pasos plomizos que bajaban por la escalera. Arr movía ágil los dedos de su mano derecha, haciendo ruido al chocar con la madera de pino talado que había al lado del sillón. Un hombre gordo y fortachón dio la vuelta a una esquina que daba al salón en el que se hallaba Arr. El cazador no se percató de su inesperado invitado, no obstante, acomodado en la dulce y silenciada espera de su venganza, Arr escuchaba atentamente cada uno de sus pasos; andaba lentamente cerca de la pared verde oscuro del salón, acariciando el pelo muerto de las cabezas disecadas que colgaban: un zorro, un chimpancé con la boca abierta, un ciervo... Los adoraba. Los adoraba muertos y decorando su penumbrosa y sucia estancia.

-Lucís estupendos en mi pared, pequeños salvajes. -monologó el cazador mientras se estiraba unos tirantes empujando con los pulgares hacia afuera, dando una profunda calada a un puro.

-Lucirían mejor en la naturaleza, con su familia. -Arr irrumpió en el victorioso aclamo personal del cazador.

El hombre se alarmó, agarró una escopeta con sus redondos y gordos brazos, firmemente, apuntando a todos lados, confuso, sin saber de dónde provenía tan grave y serena voz. Arr se puso de pie, mirando hacia el desorientado cazador.

-¿Qué coño haces en mi casa? -exclamó el hombre, furioso y aterrorizado, sin elevar demasiado la voz.

-La pregunta es, ¿qué coño haces tú en tu casa? -Arr le contestó más sereno aún que cuando se hallaba sentado, pero con mucha más ira en los ojos. El cazador percibió ese tono sanguinario en el iris del chico y se separó de él dando pequeños pasos hacia atrás, hasta chocar con la cabeza del zorro disecado de la pared. Arr soltó una leve risa, estirando la comisura de su labio, asomando sus colmillos.

-¿Cuantos años tienes, chico? -intentó calmarse, en vano. Los ojos de las cabezas disecadas le observaban, casi sonrientes-

-16. De donde vengo, 16 es equivalen a 25. Así que decide tú. ¿Prefieres morir a manos de un chico de 16 o uno de 25? -Arr se burlaba de él, pero en el fondo, no había nada de cómico en estar parado ante ese espécimen.

-Sal de mi casa. -el hombre levantó el arma, más firme y ofensivo que antes. Grave error.

-Venga... -la voz de Arr casi adquiría tono de súplica, seguía jugando con su presa- Nosotros también tenemos que comer... Y dado que tú te estás llevando todos los animales del maldito bosque... Eres lo único fresco y tierno que queda. -Arr deslizó sus ojos vacilantes a la tripa del cazador, y luego, volvió a hablar mirándole a los ojos, casi con voz ronca- Aunque demasiado... Grasiento -soltó una carcajada tan carente de humor como cualquier de sus gestos-

-¿Pero qué...?

El hombre, dudoso, no sabía ni que hacer con el arma que tenía entre las manos. La inclinó, apuntando al suelo. Alguien llamó a la puerta con unos golpes agresivos y sobrehumanos que hicieron que la entrada de metal oxidado se abollara. El cazador lanzó una mirada furtiva y confusa hacia Arr, que la recogió, mientras  pensaba en lo que le esperaba detrás de la puerta con una dolida risa en el rostro y un poco de pelo esparcido por la frente.

El cazador se dirigió hacia la puerta, en guardia y con la escopeta alzada, sujetando la mirada de Arr entre oleadas del humo del tabaco. El le seguía la mirada como la leona observa a la presa entre las zarzas secas de la sabana, silencioso y ofensivo. '¿Quién llamará a casa a estas horas de un domingo?' se preguntaba el cazador interiormente. Abrió la pesada puerta girando una manecilla de bronce, cuidadoso, con pasividad en el rostro, 'menuda situación de locos' se calmaba a sí mismo el cazador. Desató su mirada con la de Arr. Y en el mismo momento en el que dejó de mirar a su adornado salón con el misterioso chico para mirar lo que llamaba a la puerta, se arrepintió de haberlo hecho. Abrió los ojos como platos, enrojecieron sus mejillas. sus manos se abrieron, dejando caer la pesada escopeta al suelo. Fuera de la casa del cazador, más cercano al Bosque, se oyeron carcajadas, acompañadas por unos rugidos y aullidos salvajes de venganza, chillidos parecidos a los de un chimpancé en la flor de la vida, trotes de una cierva que saltaba y pateaba y unos gritos desgarradores de dolor, y luego, luego silencio...

lunes, 22 de abril de 2013

Parte IV.

Zeth despertó. Se había desmayado al transformarse. Veía las hojas revueltas del bosque a la altura del suelo, y sentía su cálido cuerpo reposando sobre el frío que se había aposentado en el suelo del Bosque tras la oleada del viento que previamente lo había azotado. El Bosque tenía un aspecto desenfadado, salvaje. Resopló. Pensaba que estaba en el bosque, tumbado por la mañana, después de haber pasado ahí la noche. No sería raro, lo hacía a menudo. Pero algo era diferente. Tenía calor, y algo le impedía mover su cuerpo con naturalidad. Se quedó dormido de nuevo. Estaba agotado. Aún no había abierto los ojos. Resopló de nuevo, y tanta era la sensación de estar fuera de su cuerpo habitual, que hasta su respiración le sonó rara. Era profunda y aguda, limpia. Entonces se dio cuenta...

Tissa bebía agua junto a un río. Había un pequeño charco, rodeado de rocas negrizas que parecían pulidas por escultores de la naturaleza, con delicados adornos verdes a sus pies, sobre el que reposaba el enorme bajo color granate. Veía su reflejo en el agua pura. Le sentaba genial su aspecto real. No había nada mejor para ella que 'llevar su alma por fuera'. Eso era lo que veía en el agua: su alma, su espíritu, su naturaleza, su esencia, dibujada a la perfección en un charco de agua cristalina. Y su alma era de un aspecto hermoso y delicado. Una cierva, joven y de potente musculatura, hermoso pelaje rojizo con pequeños puntos blancos entre los ojos y al final de las patas, cerca de las pezuñas, sus grandes ojos amarillos y sobre ellos, unas orejas puntiagudas que señalan al cielo, reinando sobre un cuerpo de expresión calmada y complexión fina. Unas fuertes y musculosas patas cuyos lados adquirían un leve tono negro sujetaban el esbelto lomo de T. Cuando terminó de beber agua, estuvo completamente satisfecha. Siempre le había causado una insufrible sed transformarse. Sin embargo, rara vez tenía hambre, a contrario que el... 

Oyó un ruido extraño tras ella. Se giró alarmada. 'A contrario que el lobo', pensó Tissa. Hoy no era día de caza, no podía haber humanos, así que sólo podía haber un depredador del Bosque tras ella. Eso la calmó. Pronto se acordó de que otras cuatro personas la acompañaban. Su esbelto lomo se inflaba y relajaba con cada profundo respiro. Sus patas punteadas e inmaculadas, levemente manchadas de barro seco del suelo, daban pasitos asegurando el terreno que pisaba. Al principio siempre le costaba acostumbrarse a ese cuerpo. Almacenaba en él una cantidad energía mucho superior al que poseía en su cuerpo humano, en su disfraz. En todos los aspectos, su cuerpo era mucho superior a cualquier cuerpo humano, o máquina inventada por cualquiera de ellos. Era real, era natural, era el espléndido resultado de siglos y siglos de mutaciones de una misma especie. Era algo de lo que todos los animales estaban orgullosos. Orgullosos de que su evolución no conllevara una degradación del mundo dónde habitaban. De ahí el resentimiento y el odio general a los humanos. Pero ahora no sentía nada de eso, en absoluto. Estaba relajada, ya sabía quién merodeaba sigilosamente tras ella, escondido entre arbustos y miles de troncos finos, altos y grises, que victoriosos, se alzaban al cielo, cómo jóvenes revolucionarios en una manifestación.

Giró su cabeza lentamente, notando su musculoso y alargado cuello marrón-rojizo. Un enorme lobo la observaba, atento, impasible, con la cabeza y el cuello gachos. Habían pasado unas horas desde la transformación. Ella dedujo que el lobo estaría hambriento.

-Tranquila, T, ya he comido.

La voz de Arr sonó con un leve eco en su cabeza. Era fácil acostumbrarse a la telepatía animal. El lobo propuso una postura más relajada desde la distancia, estirando sus grisáceas patas, casi como un bostezo sin abrir la boca, inclinó su cuello y cabeza, reposando toda la parte posterior de su cuerpo, y poco después, la parte anterior le siguió al suelo. Un lobo tumbado ante un ciervo.


sábado, 20 de abril de 2013

Life would stop between death's arms.

El cuarto adquiría una luz tenue con cada respiro que daba. Sentado en mi cama, cruzado de piernas, escuchaba música, con la cabeza gacha y el ánimo por los suelos. Aunque algo chocaba en mí como el mar choca con las rocas en tormenta. Había humo. Alguien llamó a la puerta. No quería hablar con nadie, y además no estaba del todo seguro de cuál era la intención de esos toques. No sonaban bien, pero sonaban diferentes. La puerta se abrió poco a poco.

-¿Quién es? -mi voz sonaba pasiva, me acuerdo no querer ver a nadie, pero tampoco tener la fuerza y energía suficiente para detenerlo-

Nadie contestó. Sin embargo, una chica relativamente alta, delgada, con curvas, de pelo negro rizado, ojos cautivadores, grandes, que podrían recordar levemente a la figura de los ojos de un felino, una boca no muy grande, tampoco demasiado pequeña y delicada, de color rojo pálido, de tez pálida y expresión relajada y viva (todo lo contrario a mí) entró, como deslizándose en mi habitación.

Me lo estaba imaginando, lo sabía en aquel momento y lo sé ahora. Se sentó al lado mío, sin hablar. Observó la cuchilla que tenía entre mis dedos y la sangre que se deslizaba a lo largo de mi antebrazo y palma. Sonreí. Nadie me había visto así. Pero... Era una imaginación. No era nadie. Se inclinó levemente, casi acompasada con el dulce y triste tono de la canción que sonaba, y agarró la cuchilla. La colocó en su antebrazo, delicado. La arrastró levemente hasta la muñeca. Una tímida cascada de sangre se deslizaba por su piel blanca, como la nieve. Sonreí de nuevo. Miró su antebrazo y me imitó de nuevo, esbozando una sonrisa con cierto aire a misterio y deseo. Sabía que necesitaba su abrazo. Un simple abrazo. Pero fue más allá...

Me colocó su frágil mano en mi cuello, que se erizó al notarla. Notaba el escalofrío que recorría frenético mi espalda, como electrificado. Dirigió mi cabeza a corte. Sabía lo que quería que hiciera. Besé delicadamente el inició de su incisión, posteriormente, deslicé mi lengua, tímida y cálida por el recorrido sangriento de su antebrazo, limpiando parte de la sangre que brotaba de sus rotas venas. Qué dulce sensación de compañía y empatía. Falsa, por supuesto, pero dulce. Ofrecí mi antebrazo, para que hiciera lo mismo.

Iba a morir. Y lo iba a hacer bien.

-¿Sabes quien soy?

Su voz era dulce, extranjera, no era de la tierra, y mucho menos del cielo.

-La muerte, supongo.

-Supones bien.

Un frenesí recorría mi cuerpo. La simple idea era tan seductora, tan real y tan finita. La besé, me subí encima suyo, y sonreía a mis últimos momentos de vida.

Part III.

Ya era de noche. Afuera, frente a los bosques, en el oscuro y mudo descampado dónde se encontraba la cabaña, los cinco jóvenes aguardaban, inquietos, pero sin embargo, silenciosos. Tissa y Arr se agarraban las manos, acariciándolas más que apretándolas, sabían que pronto iban a estar juntos, cómo debían. Los demás aguardaban silenciosos las notas graves y profundas del canto de un búho y su respectivo eco en el bosque, y posteriormente, el agitado sprint de una ardilla tras el leve agitar de las hojas secas del suelo y los árboles al acariciarles el viento.

[Y al correr la primera brisa de la noche, correrán las hojas, y el búho llamará a sus hermanos con su dulce canto de victoria, y sus hermanos responderán desde la otra punta del Mundo, porque no hay espacio ni tiempo que entiendan de la fuerza del animal, del ser esencial; y al correr de la nerviosa y feliz ardilla, las hojas secas volarán torpes siguiendo su rastro, y tras ocurrir todo eso, la Luna se acercará y se verá claramente en todos los descampados, se filtrará por las ramas esqueléticas y los robustos troncos de los árboles, y penetrará en el agua, formando miles de estrellas submarinas, y el cielo se verá claro-oscuro, y las aves responderán, y también los peces, y los insectos, y los mamíferos y los invertebrados, y el hombre que sepa que su alma está en el Bosque, despertará con su alma como forma humana...]




Arr, T, Rorr, Eld y Z plantaban cara a las profundidades del bosque. Se oyó un ruido, a los lejos, y un leve susurrar en el aire que no estaban seguros de haberlo escuchado o habérselo imaginado. Sostenían aún sus armas de proclamación hechas material, las baquetas, las guitarras, la garganta, el bajo... Ya estaba todo listo. Sólo quedaba la señal. Tanto para Z como para Eld lo era. Habían hablado sobre ello, oído hablar sobre ello, soñaron con ello cada noche tumbados en sus respectivas camas... Y se levantó una breve y tímida brisa. Ya estaba empezando. 


A la tímida ráfaga de aire, le siguió una repentina oleada de viento, más fría, más fuerte. A lo largo se empezaba a ver una sombra blanquecina. Ya viene la Luna. Entonces el búho cantó. Z esbozó una sonrisa nerviosa. Frente a ellos pasó una ardilla negra de gélidos ojos grises, corriendo agitada. Eld pensó que se parecía al conejo de Alicia En El País De Las Maravillas, se movía agitada, y nerviosa, como un despertador  ágil que volaba por el suelo. Arrastraba hojas secas a su veloz paso, que remoloneaban en una danza aérea animada y alegre, movidas por el aire que dejaba la ardilla en el rastro de su carrera. El aire atrajo a la Luna, que se elevó a lo más alto del cielo. Sus rayos eran impetuosos, cómo oleadas marinas de luz blanquecina y reveladora. Autoritaria. Se había hecho esperar bastante. Zeth recordaba esa vez de pequeño, cuando su abuelo, al que acababa de pillar con las manos en la masa, literalmente, le explicó una curiosa historia. Le explicó a Z por qué a veces soñaba cosas, sentía impulsos, se metía en pieles que no eran suyas, le contó por qué a veces había litros de sangre en la cocina, y desaparecían repentinamente cuando su abuelo y su tío iban a limpiarla. Le contó sobre la denominada Manada, el por qué de su extraña y inexplicable existencia de impulsos fuertes, astronómicos. Por qué no se sentía parte de nada, ni de él mismo. Le tuvo hasta que explicar por qué estaba viendo a su abuelo con unos enormes ojos claros y uñas extrañamente largas, devorando a un hombre que tenía el traje desgarrado. Le explicó absolutamente todo. Y el lo entendió todo. Fue una sacudida de sentido y explicaciones que arrasaron con el profundo bosque de dudas en el que se encontraba. 


La Luna invadió cielo, mar y tierra. La ciudad no podía verlo. Estaba dormida e iluminada. No se podía ver la verdadera luz cuando antes de llegar al cielo, luces artificiales tapaban lo que había más arriba. Todo se volvió blanco y negro, en un instante. Los cinco jóvenes cayeron de rodillas al suelo, sonrientes, dando la bienvenida con los brazos abiertos, y la Luna los examinó como la luz de una impresora. Tenía que despertar   a todos los bosques. Los árboles inclinaban sus copas como un siervo humilde y valiente se inclina ante su Reina que luce espectacular, brillante, sobre ellos. Desde el cielo, el bosque se veía como un mar verde, oleadas de viento que provocaban marea entre los árboles, que se agachaban para permitir el paso de la luz a los puntos más bajos de sus troncos. Los ojos de los jóvenes se abrieron involuntaria e intuitivamente de par en par, y algo explotó dentro de ellos. Los bordes se arrastraron al centro, formando una pupila negra cómo los ojos cerrados a excepción de una pequeña circunferencia blanca que brillaba impasible. Una pequeña Luna en su pupila. Una Reina blanca y luminosa en la impetuosa noche. Sus pupilas se deformaron y organizaron, se deshicieron en pedazos redondos, como una bomba de color que explota, impulsando densas nubes tras su efecto primario. El contorno de sus ojos se ensanchó, haciéndose mucho más grande y redondo y las nubes de sus iris se reorganizaron automáticamente de una manera salvaje y automática, más grandes, profundos, con una tonalidad mucho más clara. Los ojos negros de Z se volvieron grises, un gris brillante con motas negras, blancas y azules, como las de una pluma a la que le sobra tinta y mancha el blanco papel de perfectas circunferencias irregulares, muy pequeñas y solidas. Los ojos de Tissa se volvieron de color amarillo y naranja, cómo las hojas secas del otoño, pero más vivos y brillantes. Los ojos de Rorr brillaban de una forma increíble, eran de un negro claro, con un destello inhumano. No eran humanos. Arr poseía ahora unos ojos verdes oscuros con manchas verde esmeralda que ansiaban correr. Eld examinaba el cielo con unos potentes ojos marrones. Los cinco miraban al cielo, enamorados de la luz de la Luna, en armonía con su alma y con el Bosque. Se retorcían sobre su propio cuerpo, arrodillados en el descampado abatido por la luz. No eran los únicos. No eran conscientes, pero si lo hubieran sido, habrían oído gruñidos, aullidos, rugidos, tambores, gritos de alegría y celebración. Todos los Bosques del Este se movían, despertaban. Las hojas que antes bailaban en el aire aterrizaban poco a poco en el suelo, y de los cuerpos humanos y limitados de nuestros cinco jóvenes, empezaba a crecer piel, una piel gruesa y protectora, y pelo, y plumas... Una serie de deformaciones que hacían que se retorciesen en el suelo. Estaban despertando...

viernes, 19 de abril de 2013

Part II.

En otra esquina, alejada de la ventana sucia de Z, dos guitarras eléctricas reposan la una junto a la otra. Una de ellas roja, la otra negra. Cerca de las guitarras, próximo a Z, reposa su esbelto cuerpo un joven alto y fuerte, ancho, con el pelo rizado y la cara redonda, de expresión amable y poco seria en la cara, con una sonrisita de niño que nunca trama nada bueno. Se llama Rorr. Sonríe. No sólo porque esa fuera su naturaleza, sonreír, sino porque eso era toda su vida: esperar a que salga la Luna, y cuando saliera, tanto él cómo los demás estarían donde les pertenece, donde de verdad encajan, serán quienes de verdad son; no máscaras, ni ropa incómoda y aceptable a la vista de la sociedad dormida, sólo ellos, su verdadera naturaleza expresada en su máxima potencia, y no sólo en una sonrisa. Y eso le hacía sonreír a la espera.

Quedaba poco ya para la hora. Los búhos empezaban a susurrar con las ramas de los árboles, celebrando en silencio. La oscuridad omnipresente del bosque se iba haciendo de los Reinos Sin Luces, dónde se veían por la noche las estrellas blancas y la limpieza oscura de un cielo que vive extensamente, y no luces amarillas artificiales y una masa de polvo densa que no dejaba ver más allá de lo alto de los edificios. El cielo se veía azul claro por la mañana y azul oscuro por la noche, naranja al atardecer, rosa al amanecer, pero nunca gris y sin nubes, ni negro ni sucio. Las luces artificiales no tapaban a las verdaderas lámparas, las musas, las estrellas. Nada de eso en los Reinos Sin Luces, en los Bosques. Y eso llenaba de vida la esencia de los cinco jóvenes, y como ellos, a muchos otros, que, al igual que ellos, aguardaban impacientes la llegada de la Luna. No había nada más limpio y real que los Reinos Sin Luces.

Sonriente, en una silla cerca de Z, otro joven, de tez fina y morena y complexión delgada, aguarda junto a sus cuatro hermanos.Se llama Éld, o E. Todos ellos están en silencio, aún se escuchaba levemente el bullicio de la ciudad. Todavía no está completa la noche.

La cabina estaba fría pero empezaban a notar el calor de una segunda piel, que poco a poco se desperezaba en el interior de su cuerpo para salir y entrar en contacto con el exterior. El ambiente poseía un ambiente distinto en los últimos minutos, sombrío y oscuro, y por la ventana sucia de Z, un leve destello blanco como las Estrellas se reflejaba en la mano de Z. Esta empezó a crecer, le empezó a salir un pelo marrón oscuro, casi negro, que crecía tímido a lo largo de su cada vez más ancha mano, atravesando sus tejidos como un girasol que crece mirando cara a cara al Sol, os buscando la deslumbrante mirada de éste. Su piel se estiraba y engordaba poco a poco, las uñas le crecían, y por la necesidad de ocupar más espacio, sangre empezó a brotar, sangre de color rojo oscuro que salía de los huecos que sus uñas comidas de humano al estas ir desapareciendo, ocultándose dentro de su nueva piel.

 Z se alarmó, giró su cabeza bruscamente y emitió un leve gemido al observar la sangre que se provocaba el mismo. 'La primera vez puede que duela. Dolerá. Ser tu mismo en apariencia duele casi tanto como ocultarlo en el disfraz. Es porque hay mucho más de ti que se puede enseñar, y presumir, y hay que pagarlo con un poco de sufrimiento, que con el tiempo, te parecerá un dulce dolor, comparado con el que conlleva ocultarse tras el disfraz'. Recordó esas palabras de su abuelo, y cuando empezaban a surgir unas nuevas uñas más gruesas y puntiagudas de los extremos de sus dedos, apartó la mano, justo a tiempo.

-Ten cuidado, Zeth. 

La voz de Arr sonaba juguetona e imperativa desde el fondo de la cabaña, reposada en el sofá. Se respiraba  tensión, la hora estaba al caer. Seguramente, kilómetros más adelante, ya había empezado. Había que coger todas las cosas y empezar a salir.

-Lo se, lo siento, me acerqué demasiado.

Su voz sonaba tenue y frágil en tan tenso ambiente, como si un gigante inmenso estuviera estirando la cabaña de los dos extremos, haciéndola inhabitable, en la que sólo cabía oscuridad. Tan sólo los ojos y alguna porción del cuerpo de los jóvenes se iluminaba, ahora que nadie estaba cerca de la ventana, por precaución. La mano de Z había vuelto levemente a la normalidad, el crecimiento se había detenido. Sólo los ojos brillaban por motu propio en esa inerte oscuridad que habitaba con ellos: los ojos marrones oscuros, casi negros de Z, los ojos color avellana de E, los ojos negros de Rorr, más al fondo, los ojos marinos de T con puntos grisáceos y bordes negros y, junto a ellos, los fieros y pequeños ojos negros de Arr. Todos apretaban todos los músculos de su cuerpo, desde los gemelos a la mandíbula, todo el cuerpo en tensión. 

Sin poder aguantar más quietos, se levantaron de dónde reposaban, erguidos, en silencio, excepto Arr, que lanzó una ansiosa mirada de deseo a T, a la que ésta respondió con una sonrisa nerviosa. Todos buscaban un objeto que habían dejado anteriormente en la habitación. T agarró su bajo granate del mástil y se lo colocó bajo el hombro mientras E y Arr se dirigían a la esquina donde reposaban las esbeltas guitarras, pulidas de una forma salvaje, pero perfecta. E agarró la roja, Arr la negra. Ambos se la colocaron a la espalda, con la ayuda de una cuerda. Mientras, más cerca de la puerta, Rorr estiraba su garganta, caracterizada por tener un pequeño corte cerca del pecho, del cual colgaba una figura tallada en madera. Z seguía jugando con sus baquetas, pasándolas de una mano a otra, hiperactivo, haciéndolas rodar, girar. Rorr le dio una palmadita en la espalda para que saliera por un pequeño hueco donde no había madera que hacía de puerta. Z bajó de un salto a la pequeña planicie entre los árboles, seguidos de los otros cuatro. Se colocaron uno al lado de otro, mirando a las profundidades del bosque. Ya estaban listos.

martes, 16 de abril de 2013

Vancouver's Kiss

"Police was trying to get our position back , and after the whole crowd yelled hateful messages to everyone who was trying to get us back, I saw a friend of mine who fainted because of a rock hitting her head. I turned to her and I couldn't thought of anything more than stop the shit that made my friend faint. I saw her down, knowledgeless while the others almost stepped on her face. I realised none of hit has sense, the only thing war causes is more war and deeper scars."

The Great Mad Man

Recuerda que siempre te queda la locura como salida de emergencia a esta broma que es la vida.

Part I.

Gritos. Aullidos. Afuera, como una manada de lobos, aullando en la Luna Llena. Acariciándose unos contra otros, rugiendo, mordiéndose. Alterados y vivos, despiertos. Es por la noche y los conejos descansan en sus madrigueras, porque ya viene el lobo feroz. Ahora es el turno de la Manada.

Una gran esfera brilla pálida y enferma en un fondo azul oscuro y extenso, casi eterno, produciendo una irresistible llamada a los lobos. Por la mañana no son más que humanos, que se esconden y no emiten ruido alguno, lo mínimo, susurros. Y contemplan dormidos la otra gente pasar, tan muerta, tan humana, tan atada en un lazo que apresa todo su entorno que te engañan cuando parecen respirar, vivos. Caminan por la calle, con sus perros atados con asquerosas correas, y los perros ladran, entonces los humanos se quejan porque hacen ruido. Pero, ¿son ellos, los perros, los lobos, los animales, los que hacen ruido al ladrar, aullar, gruñir, o los humanos los que habitan en un silencio tan sepulcral que cualquier reclamo del animal por deshacerse de esa cadena parece un enorme e insoportable ruido que hay que callar? Que hay que callar para no escuchar nada mientras duermes. 

¿Son sus inertes rostros también rostros que aparentan? ¿Que aguardan la fría noche para aullar sin molestias ni tirones de correa? Puede que todos tengamos ese fondo. Que todos seamos animales atados por la mañana, que desean desatarse por la noche y a los que gritan cuando reclaman libertad. Algunos salen por la noche, a gritar. Otros por la noche duermen, y siguen dormidos por el día. ¿Lo entiendes Z? Todos somos animales. Pero no todos tenemos una manada. La mayoría se ocultan en la madriguera por la noche. ¿Lo entiendes? Pero ahora anochece. El Sol baja y la noche se hace nuestra. Las pupilas se ensanchan y aclaran para ver mejor en la oscuridad. Ignora a los que cierran las cortinas de su madriguera y duermen. Ellos marchan a sus casas y se pierden lo que tu algún día estarás apunto de vivir. Cuando seas mayor, aguardarás en el atardecer, en el Bosque a que la noche se apodere de las luces. Todo empezará cuando la Luna acerque sus rayos al  Bosque. Verás a tu manada. 'Levanta', te susurrará la Luna.'Aúlla', oirás en tu piel como pronuncia esas palabras, omnipresente. 'Ya es la hora, ya es de noche'. Y las estrellas la acompañarán, a ti y a ella y a tu manada. Te seducirá, y verás cual es nuestra realidad. Siempre has sabido que algo iba mal. Por eso te explico esto. La Manada se compone de los que siempre han sabido que había algo mal. Algunos se han expresado, escritores, músicos, personajes de la historia que destacaron por gritar. Ellos vivieron con la Manada. Por eso puedes llevarte lo que quieras, con quien quieras. Los instrumentos que lleves te ayudarán a despertar a los humanos. Somos animales, y tenemos que gritar para despertarles. Eso harás algún día, cuando veas el primer rayo de Luna asomarse por el Bosque, estarás listo, cuando cante el búho, y la ardilla corra junto al viento.  Ya





Ya queda poco y 5 jóvenes que aguardan la llamada esperan tímidos e impacientes en silencio en una cabaña, en un descampado cercano a una colina, oculta entre los bosques.
UnUno de ellos, de mediana estatura, apretando las mejillas y sonriendo levemente a la huida del Sol observa atento, con dos palos de madera pulidos y acabados en pequeñas circunferencias ligeramente ovaladas, el impaciente bosque y lo que su fondo aguarda. Casi castañeaba con los dientes, estaba nervioso. Era tímido y callado, al menos así era en su ser humano, pero cuando la Luna reinaba... Cuando la Luna llamaba...

Cuando la Luna empezaba a hacer presencia en el cielo, otro gallo cantaba. 

El chico hacía juegos, pasándose los palos de madera entre los dedos. Sus ojos se volvían pálidos y llenos de ojeras con la oscuridad previa a la Luna. Normalmente eran negros. Tenía la cara redonda y expresión amable, labios gruesos y pelo corto. Era grande, ancho, fuerte, o eso empleaban a menudo otros seres humanos como eufemismo, quizás. No le importaba: él era como era y pronto estaría despierto de nuevo. Y para los lobos, cuanto más fuerte y corpulento seas, más ventaja. No le importaba.

Eran cuatro chicos en la habitación y una chica. Z, o Zeth, el que observaba a través de la ventana la excitante penumbra del Bosque. En un sucio y roto sillón rojo y gastado, se sentaba una chica delgada, de expresión dura y ojos grandes y marrones, sentada con una pierna encima de la otra. Había un gran bajo granate, reposando a su lado. Otro de los chicos se sentaba al otro lado de chica, que contemplaba a Z mientras hablaba con la chica a su izquierda. El chico se llamaba Arr, la chica Tissa, o T. Ambos se pasaban la mayor parte del tiempo metiéndose y gastándose bromas el uno con el otro. Juntos brillaban especialmente, sobretodo en ese asqueroso sillón abrazado por la oscuridad de la cabaña y la nerviosa calma de la noche. Eran pareja en la manada. Sin embargo, todo cambiaba cuando eran seres humanos. Apenas se hablaban, y si lo hacían, discutían. Pero ahora la Luna se asomaba, expectante, deseosa de comenzar, como una Reina en la celebración del Día de su Nombre. Los dos aguardaban, entre bromas, el poder retozarse entre árboles y setos a la luz de la Noche y aullar alto.