miércoles, 30 de diciembre de 2015

Absurdo

Ha pasado ya mucho tiempo. Cuando  digo mucho quiero  decir muchísimo, demasiado. No escribo apenas ya. Me parece horrible. He perdido toda habilidad, toda soltura al teclado. Mi frustración cubre con sus polvorientas manos todo lo que pretendo convertir, al menos, en oro. Santo Zeus, si no viviera yo frustrado.

Hace días, meses ya, que siento como si muriese, así, lento y carcajeante. Me estoy dejando de lado, y eso me hace miserable. Creo que cada día pierdo más y más infancia, lo cuál me asusta. Ya no soy un crío. Pocas veces me siento infante. Y eso es terrible, porque implica que tengo las cosas, no más claras, si no más reticentes a ser flexibles, nuevas y brillantes. Se me desatura el mundo. Se me desaturan los adjetivos. Es triste, sentirse no muerto, si no muerte. Es penoso, en realidad, crecer y continuar y continuar y continuar y tener que vivir todos los días sin un rewind o una marcha atrás, que te permita, en cierto modo, descansar un poco de seguir, y seguir, y seguir.

Partes de mí se convierten en hojas de otoño todos los días, y es hermoso pensarlo, pero no ahora mismo. Ahora mismo, es una mierda. Melancolía, frustración rigen todas mis acciones. Mueven mis pies, y mis manos. Y no mejoro ni hago nada diferente. Vaya, lo que es la vida.

¿Dónde estoy? ¿Es todo esto consecuencia de una falta de cariño físico? ¿Tan insignificante puede llegar a ser todo en la vida? ¿Tan poco somos? ¿Tan livianos todos nuestros esfuerzos?

Lo siento, sobretodo, por la escritura. Por los libros. Por el arte. Siento todo esto, desde lo más profundo de mi ser. Lo siento por el cielo, que ya no tiene mi mirada perpetua en las noches más frías. Lo siento por mí, también y en parte. Crezco, y cada vez me vuelvo menos, y más me apago. Recuerdo todos los días la infinita escala de grises, mientras entierro en un cementerio cromático al blanco y al negro. Todo esto será castigo de las luces del eje y, que estarán celosas de que me mire tanto los zapatos, y que camine tanto por el suelo. Todo esto es la vida, en realidad, y cómo funciona todo, sólo que ahora me permito pensarlo. ¿Cómo saber qué es abrir los ojos, y qué cerrarlos?


miércoles, 14 de enero de 2015

La Quinta.

-Estaba el Teatro repleto de personajes. Personajes cuyo entendimiento de lo que el  arte significa era falso en proporción directa al falso entendimiento del que presumían con presuntuosidad y refinamiento frente a sus más prestigiosos círculos. Muy en el fondo, yo sé y comprendo que no todas las ovejas del rebaño balan en el mismo tono. Pero el rebaño en sí me hace enfermar. Intentaba yo mejorar las voces de estupidez y petulancia que resonaban con envidiable acústica en el Teatro, risas contenidas, formalidades forzadas, gente literalmente cagándose en la estampa de la cara a la que reía. Maldita y mal sonante falsedad y maldito rebaño. Cómo decía, intentaba mejorar las condiciones de mis recepciones auditivas concentrándome en lo que pronto sería mi Opus 64. En ésa explosión tan marcada. En ésa Do menor tan apropiado.


-Sé exactamente a cuál se refiere, Maestro...


- ¡Pues claro que lo sabes! Es inolvidable. El caso. Qué maravillosa dulzura. Qué delicioso es el escuchar algo bien hecho. Era como estudiar los labios de Dios, mutados tras siglos de inacción. Lo sospechas tras cuatro compases, lo intuyes tras la segunda página, en cada nota, en cada silencio... Cada instrumento expresa...

- Los lamentos y risas de Dios. Sí, Maestro. Estoy de acuerdo.


-No me interrumpas y sigue copiando. Vuelvo a lo que estaba. Escuchas a Dios, hablándote al oído,gritándote con fiereza cuando se interpreta ésa pieza. Bueno ésa, ¿qué digo? ¡Todas y cada una de ellas! Es Dios, que se levanta y bosteza y habla tras una siesta de siglos. Y de repente, estando yo en mi más honda estupefacción, cuando noto la música en mi mente muy alta. El rebaño idiótico estaba ya todo él sentado, esperando a que yo comenzara. Tocaba yo el piano por aquél entonces. El coro me guardaba las espaldas y la orquesta se establecía ante mí. Pasaron una, dos, tres, cuatro y más de un lustro de piezas, impecables todas ellas. Llegó una, la maldita, la endemoniada. Era ya la conclusión de un libreto, y el éxtasis estaba al alcance de 2 folios. Sentía la ilusión correr por mis venas. Tanto y con tal fiereza lo hacía, que las manos pasaron de temblar a quedárseme completamente rígidas. Pan mustio parecía, más que las manos de un pianista. Pero no era de importancia. Las familias armonizaban y conversaban unas con otras y yo las lideraba a todas ellas con cada tecla que tocaba. Éramos uno desplegados en varios. La luz de las múltiples velas me permitía ver cómo permanecía el rebaño, y de que manera tan vulgar les había dejado con la boca abierta.Vi eso, y me gustó. Lejos de gustarme, me fascinó. La música siendo escuchada había tenido el efecto en ella de desnudarles de formalidades y falsedades. Les había dejado con la cara de los ineptos que en el fondo, bien sabían que eran. Parecían bobos calenturientos observando cómo la mujer más hermosa se desnudaba ante ellos. Eso es la música, la mujer más hermosa, vestida en el primer compás, desnuda y mezclándose contigo en el culmen del orgasmo al fin de la obra.