lunes, 24 de junio de 2013

Parte VII

El Bosque que contemplaba Rorr era distinto al que había estado observando antes y sobre el que, con paciencia y cierto anhelo, había estado depositando sus reflexiones más filosóficas en cuanto a su vida. Ahora el Bosque le devolvía los pensamientos, en forma (más bien sonido) de cantos salvajes de liberada alegría, y bueno, obviamente, bajo el oscuro manto iluminado desde arriba por la Luna. Y en ese salvaje festejo nocturno, Rorr se puso, inevitablemente, a recordar. Casi podía ver en el punto más lejano del Bosque (el que daba justo al mar, que se mecía con estrépito y rompía susurrando a la arena a unas millas a través de los árboles) proyectada sobre el telón azul oscuro casi negro que era entonces el cielo, como una película, la escena que había ocurrido hace 6 años, y otra muy diferente (aunque quizá no tanto) que había ocurrido ese mismo día, en la cabaña del Bosque ocupada por un cazador, un hombre desagradable y un asesino. El asesino de su madre y gran parte de su familia. El sólo tenía diez años cuando, un soleado domingo, su padre entró semidesnudo, empapado en sudor y cubierto de sangre, apresurándose como un torpe elefante entre los objetos del estrecho pasillo de su casa, cubierto de empapelado amarillo con hojas verdes y árboles finos y altos en él, que conducía desde la entrada de la casa hacia la cocina. En la casa no abundaba el orden; la superposición de objetos de todo tipo, uno encima de otro, sin ningún tipo de orden lógico no facilitaba demasiado el paso de su padre hacia la cocina. El lo observaba todo, apoyado contra la esquina que daba del salón, al lado de la entrada, al pasillo. Su padre llevaba un chimpancé en brazos con múltiples agujeros granates hundidos en la gruesa piel, dura, espesa y negra que cubría su pecho y estómago, que no se hundían e inflaban, que no respiraban. Oculto, tras la esquina, mirando cada rincón de su esquina con miedo, sintió un pinchazo, y después un corte, que le rajaba todo el cuerpo, de arriba a abajo, de izquierda a derecha, provocando escalofríos que se peleaban en su interior. Se estremeció contemplando la extraña imagen, su padre parecía perturbado y dolorido, muy dolorido. Al contrario a como aparece en las películas que a Rorr y a su padre tanto les gustaba ver y analizar juntos -y en una de las cuales, Rorr parecía estar metido- nada ocurría a cámara lenta, sino todo lo contrario. Todo era rápido y apresurado y caótico, y la expresión tanto de su padre y la del chimpancé que éste sujetaba, inspiraba desesperanza. Rorr no oía cosas. Pero no las entendía. No sabía si su padre hablaba su idioma o, por lo contrario, uno extranjero. No sabía nada sobre lo que pasaba. Sólo podía imaginarse, desgraciadamente, los gritos del chimpancé que yacía inerte en el suelo de la cocina, ahora líquido y rojo, y por un momento, entre toda esa confusión y mar de preguntas sordas, se puso en la piel del chimpancé en sus últimos minutos, corriendo salvaje y libre por el Bosque con otros de su especie, y de repente, una figura sombría que se alzaba entre un juego negro y blanco de contraluces y polvo con un arma en la mano, con una sonrisa enorme y digna de los inconscientes sociópatas que disfrutaban de las masacres naturales, que sufrían de especismo y complejo de superioridad al intercambiar la piel de aquellos maravillosos seres por dinero, y guardándose un inexpresivo rostro de chimpancé como premio para colgar en su salón. Sintió el miedo, la muerte por el dinero, la inocencia y simplicidad a la que muchos renunciaban por un afán de tener más a coste de más aún, el cazador feliz, la familia, triste... Una sucesión de sentimientos que brotaban uno tras otro, de odio y venganza, que efervercía por los bordes de todos sus tejidos como las burbujas de un refresco que ascienden heladas y siseantes, apresurándose unas contra otras, recorriendo los bordes escurridizos de un largo vaso de cristal. Se echó a llorar como nunca antes lo había hecho, y aún lo hizo más cuando su padre le contó que su madre había muerto a manos de un cazador, que vivía cerca del Bosque, que buscaba dinero y un premio, sus pieles y su cabeza. Y, con un enorme esfuerzo, Rorr le preguntó más, porque aún sabía demasiado poco, y entendió aún menos. Entonces su padre, con lágrimas en los ojos le habló de la Primera Alianza, del primer cambiante, de la época, ya lejana, en la que animales, hombres y Bosque, eran uno, y le contó con mucha rabia contenida que había pasado de generación en generación, sobre la ruptura del hombre con el animal, cuando los hombres empezaron a creerse superiores y empezaron a actuar como tal, mencionó con dolor los circos romanos y las plazas de toros y las guerras entre hombres en las cuales pagaban más muertes los caballos, le dijo los hombres presumían de una razón que sólo les conducía a constantes conflictos y que los animales, marcharon a una isla, a refugiarse de todo, que unos pocos se quedaban en el Bosque, protegiéndolo y guardándolo, de las muertes de antiguos hermanos aliados, y orgulloso siguió hablando de ellos, la Permanencia y los Guardianes, que guardaban y recogían a nuevos miembros, entre los cuales había desde ilustres personajes hasta el vagabundo más pobre de todas las naciones, entre todos esos recuerdos narrados, que poco a poco, os transfiero a vosotros, Rorr, fue, como solía ocurrir, entendiéndolo todo. Más que nada porque ya pertenecía a ello. No dudó ni un momento. Así que con el tiempo, se bautizó, consagrándose como lo que de verdad era, con 11 años vio su alma, y ahora disfrutaba de ella igual que hacía unas horas de ese mismo día, había vengado a su madre, junto a otros Guardianes, en la cabaña cercana al Bosque.