viernes, 10 de mayo de 2013

Part VI.

Rorr observaba el Bosque y la céntrica montaña que emergía entre la frondosidad verde y salvaje agarrado de pies y manos a unas de las muchas esqueléticas y grises ramas de un fino árbol que sobrepasaba a los demás en altura. El aire acariciaba con suavidad la negra mata de pelo en la que se había convertido un noventa y cinco por ciento de su cuerpo, ahora el de un enorme chimpancé negro como el azabache de piel dura y expresión agradable a pesar de sus facciones más definidas y mejoradas incluso que su apariencia humana. Oteaba el horizonte sonriente, tanto por dentro como por fuera. Se preguntaba por qué sería su alma físicamente la de un chimpancé. Una pregunta común entre cambiantes. Asusta ver el aspecto de tu alma, aunque en el fondo, siempre has sabido tu naturaleza. En el caso de los cambiantes sorprendía verse por primera vez su alma en la forma más pura y real que existe: la de un animal. En el caso de Rorr, siempre el bromista de cualquier grupo, tras reflexionar un poco en lo alto del árbol tenía sentido. Era ágil, era ingenuo, inteligente, pero sin tomárselo muy enserio. Su naturaleza era una mezcla ajustada entre lo bueno del hombre (antes de separarse de su naturaleza) y del animal. Su alma como humano era de las más puras y buenas, por eso su alma tomaba la forma del animal más parecido al hombre. Estaba orgulloso de ello. Hubo un tiempo en el que el hombre no era tan desalmado. Recordaba relatos que le contaba su madre. Relatos magníficos, fantásticos de no ser porque eran reales. Si sólo fueran relatos fantásticos para escribir un libro de fantasía y entretener, no estaría escribiendo cómo Rorr contemplaba su mundo acariciando las ramas de los árboles con sus gruesos dedos. Si de todo lo que hablo no fuera real, no lo escribiría de este modo. Pero eso, chicos, es una historia que ya sabéis.

-Sigue hablando, papá, cuéntanos más sobre ellos.

-Impaciente. Sigo. -dejo la tinta para volver a dirigirme a mis dos infantes, risueños, y la cojo de nuevo para transcribirlo mientras le explico todo a mis niños...

Le sonrió al bosque y a la noche estrellada. Y al aire limpio y los aullidos y gruñidos y despertares de los otros. Pensó en Z. Casi con desagrado le sonrió a la sucia ciudad, que gracias a la Luna, dormía. Quizás por ello la sonreía no obstante con una expresión dura e indiferente a la vez, y, soltando un leve gruñido, aterrizó en el suelo acolchado por hojas rotas y otoñales, dando una voltereta con el hombro inclinado bajo la cabeza, ágil y limpio como el viento. Sonrió, de nuevo, como signo de auto-aprobación. Hay muchas maneras de sonreír. Nada le gustaba más que ser tan ágil y fuerte como lo era en ese momento, así que era una sonrisa de estar completo, como en casa.

También le encantaba avanzar rápido entre ramas y frondosos bosques sólo con un pequeño impulso de sus brazos, que no costaba ni el menos esfuerzo. Y hacer carreras con el resto de la Manada en el Bosque del Campamento. Saltar desde alturas inmensas hasta el suelo y volar entre ramas y troncos de formas irregulares que se complementaban en la luz de la Noche sin hacerse el menor rasguño. Una bendición que descubrió hacía ya 6 años, muy temprano. Venía de una familia en la que predominaban los simios (todos los parientes cercanos excepto sus dos abuelos por parte de padre) y la mayoría eran algún tipo de simio o mono. Su padre, un fuerte y orgulloso (quizás demasiado) orangután grisáceo, severo a veces, Rey del Clan de Simios de la Manada, y su madre, una delicada chimpancé un poco más pequeña que el mismo Rorr, pero de carácter infalible. Siempre había cuidado de él con toda su vida por delante. Por desgracia, eso no es sólo una expresión. A veces el otro bando te arrebata a tu madre para experimentar cómo hacer un champú mejor para el pelo. Y su madre evitó esta posibilidad hasta la tragedia...