miércoles, 14 de enero de 2015

La Quinta.

-Estaba el Teatro repleto de personajes. Personajes cuyo entendimiento de lo que el  arte significa era falso en proporción directa al falso entendimiento del que presumían con presuntuosidad y refinamiento frente a sus más prestigiosos círculos. Muy en el fondo, yo sé y comprendo que no todas las ovejas del rebaño balan en el mismo tono. Pero el rebaño en sí me hace enfermar. Intentaba yo mejorar las voces de estupidez y petulancia que resonaban con envidiable acústica en el Teatro, risas contenidas, formalidades forzadas, gente literalmente cagándose en la estampa de la cara a la que reía. Maldita y mal sonante falsedad y maldito rebaño. Cómo decía, intentaba mejorar las condiciones de mis recepciones auditivas concentrándome en lo que pronto sería mi Opus 64. En ésa explosión tan marcada. En ésa Do menor tan apropiado.


-Sé exactamente a cuál se refiere, Maestro...


- ¡Pues claro que lo sabes! Es inolvidable. El caso. Qué maravillosa dulzura. Qué delicioso es el escuchar algo bien hecho. Era como estudiar los labios de Dios, mutados tras siglos de inacción. Lo sospechas tras cuatro compases, lo intuyes tras la segunda página, en cada nota, en cada silencio... Cada instrumento expresa...

- Los lamentos y risas de Dios. Sí, Maestro. Estoy de acuerdo.


-No me interrumpas y sigue copiando. Vuelvo a lo que estaba. Escuchas a Dios, hablándote al oído,gritándote con fiereza cuando se interpreta ésa pieza. Bueno ésa, ¿qué digo? ¡Todas y cada una de ellas! Es Dios, que se levanta y bosteza y habla tras una siesta de siglos. Y de repente, estando yo en mi más honda estupefacción, cuando noto la música en mi mente muy alta. El rebaño idiótico estaba ya todo él sentado, esperando a que yo comenzara. Tocaba yo el piano por aquél entonces. El coro me guardaba las espaldas y la orquesta se establecía ante mí. Pasaron una, dos, tres, cuatro y más de un lustro de piezas, impecables todas ellas. Llegó una, la maldita, la endemoniada. Era ya la conclusión de un libreto, y el éxtasis estaba al alcance de 2 folios. Sentía la ilusión correr por mis venas. Tanto y con tal fiereza lo hacía, que las manos pasaron de temblar a quedárseme completamente rígidas. Pan mustio parecía, más que las manos de un pianista. Pero no era de importancia. Las familias armonizaban y conversaban unas con otras y yo las lideraba a todas ellas con cada tecla que tocaba. Éramos uno desplegados en varios. La luz de las múltiples velas me permitía ver cómo permanecía el rebaño, y de que manera tan vulgar les había dejado con la boca abierta.Vi eso, y me gustó. Lejos de gustarme, me fascinó. La música siendo escuchada había tenido el efecto en ella de desnudarles de formalidades y falsedades. Les había dejado con la cara de los ineptos que en el fondo, bien sabían que eran. Parecían bobos calenturientos observando cómo la mujer más hermosa se desnudaba ante ellos. Eso es la música, la mujer más hermosa, vestida en el primer compás, desnuda y mezclándose contigo en el culmen del orgasmo al fin de la obra.

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